La madrugada tenía ese tinte gris de los secretos que aún no se han contado. El rocío cubría los ventanales de la villa como si la noche intentara protegerla del mundo exterior.
Un Fiat Doblò de color grafito, con las placas cubiertas parcialmente por el polvo del camino, se detuvo frente al portón principal de la villa. Las luces delanteras parpadearon una vez antes de apagarse. Luego, la puerta del conductor se abrió, y Luca Versano descendió del vehículo.
Llevaba una chaqueta de cuero, el rostro demacrado por el cansancio y una pistola enfundada que no intentó esconder. Tenía las manos a la vista, vacías.
Los dos guardias apostados en la entrada —los mismos que horas antes habían recibido a Mirella Bellandi— alzaron sus armas de inmediato. Ambos con el ceño fruncido y los nudillos blancos sobre las empuñaduras.
—¿Alto ahí! —gritó uno de ellos—. ¿Quién eres y qué coño haces aquí?
Versano levantó una ceja. Estaba preparado para eso.
—Mi nombre es Luca Versano. Necesito entrar.
Los gu