La música estaba lo suficientemente alta para ensordecer los cuchicheos de los clanes menores, pero no tanto como para impedir que se escuchara el tintineo de las copas y los dados cayendo sobre la mesa.
“La Lupa Rossa” era un antro disfrazado de bar. El tipo de local que olía a ginebra barata, humo rancio y testosterona mal canalizada. Cortinas de terciopelo rojo sucio, mesas con tapas de mármol falso y una barra que había visto más sangre que limpiadores industriales. En las paredes, retratos viejos de estrellas porno italianas colgaban torcidos, y una lámpara de araña oxidada colgaba en el centro del salón, temblando cada vez que alguien cerraba la puerta con fuerza.
Ricci se sentaba en la esquina más oscura, dominando la mesa de póker. Vestía una camisa abierta que dejaba ver su cadena de oro y el tatuaje del clan en el pecho. A su lado, un Maresca reía con la boca llena de humo, y otros dos jugadores, más jóvenes, le seguían el juego.
Una camarera de piernas largas y falda corta