Campania. 08:42 horas. Un galpón industrial acondicionado, sin logos ni cámaras. Dos hombres armados en la entrada. Una antena portátil captando interferencias. Un símbolo pintado con tiza en la pared lateral: un círculo dividido en tres partes.
El código Bellandi para “seguro temporal.”
La caravana se detuvo frente a la reja de acero oxidado.
Un hombre salió de la garita improvisada. Miró el primer vehículo, luego se inclinó para revisar con linterna cada rostro del interior.
Cuando vio a Svetlana, asintió una sola vez.
La puerta se abrió.
Ella descendió con la calma de quien ya no siente vértigo.
Vestía de negro.
No por luto.
Por poder.
Por elegancia.
Un abrigo entallado hasta las rodillas. Tacones sobrios. Guantes de piel. El cabello recogido. Ninguna joya. Ningún perfume.
Solo ella.
Detrás, Giovanni descendió también.
Llevaba traje oscuro. Mirada atenta.
No la miró. No aún.
Sabía que, en ese instante… el mundo debía verla sola.
Los hombres que la habían escoltado formaron un semi