El reloj marcaba las once de la mañana cuando los pasos resonaron en el largo corredor que llevaba a la biblioteca. Una sala amplia, de paredes forradas en madera oscura y estanterías que parecían custodiar secretos centenarios. Una chimenea apagada, un gran ventanal abierto al bosque de Como, y al centro, la mesa. La mesa de las decisiones. La que ahora pertenecía a Dante Bellandi.
Allí estaba él. De pie. Apoyado contra el borde de la mesa, con una camisa negra remangada hasta los codos y la mirada fija en un punto invisible sobre el ventanal. No hablaba. No se movía. Sólo esperaba.
Uno a uno comenzaron a llegar.
—Fabio —saludó con un leve movimiento de cabeza.
El veterano le devolvió la mirada. Llevaba décadas a su lado. Y sin embargo, cada vez que Dante convocaba a una reunión, algo en su estómago se tensaba como si fuese la primera vez.
Luego entró Jacobo. Impecable. Silencioso como un felino. Siempre a la sombra. Siempre letal.
Giovanni fue el siguiente. Había pasado ya una seman