Svetlana no despertó de golpe. Fue más bien un retorno lento, torpe, como si estuviera nadando hacia la superficie de un lago congelado. Primero vino el peso: el de su cuerpo, el de su pecho. Luego, el dolor. No uno agudo, sino un ardor extendido, bajo el vientre, como si su carne hubiera sido rasgada y vuelta a coser con hilos demasiado finos.
Sus párpados temblaron antes de abrirse. Todo estaba borroso. Se sintió ahogada por una debilidad nueva, una que no venía del cuerpo, sino del alma. Y cuando logró enfocar... lo vio.
Dante.
Sentado junto a la cama, con el torso inclinado hacia adelante, los codos sobre las rodillas, la cabeza baja. Parecía una sombra de sí mismo.
Ella quiso hablar, pero sólo salió un suspiro. Él levantó la cabeza como si ese sonido hubiera sido un disparo. Sus ojos negros, agotados, se llenaron de una luz distinta al verla despierta. Se acercó, su mano dudó apenas antes de tomar la de ella.
—Svetlana... —susurró, como si no se atreviera a pronunciar su nombre e