Dante estaba de pie en su despacho, pero su mente vagaba lejos de allí. Los informes se amontonaban sin leer. Las reuniones, intrascendentes. Las decisiones, postergadas. No lograba enfocar, ni siquiera fingir liderazgo. Su cuerpo estaba presente, pero el alma… esa la había dejado al borde de la cama de Svetlana.
Sus dedos tamborileaban sobre la mesa, sin patrón ni ritmo, apenas un eco del torbellino que lo sacudía por dentro. Fiorella. La imagen de su vientre levemente abultado y la palabra que se había clavado como una daga en su pecho: embarazada.
—Maldita sea… —murmuró para sí, y arrojó con rabia una carpeta contra la pared.
No era la furia lo que lo consumía. Era la culpa. Era la impotencia de saber que tenía la verdad atrapada en la garganta y no podía escupirla. ¿Cómo mirar a su esposa a los ojos, sabiendo que otra mujer, otra, llevaba dentro lo que a ella quizás nunca podría darle?
No. No era por falta de amor que se alejaba. Era precisamente porque la amaba con una intensidad