La noticia se había esparcido como un reguero de pólvora mojada en gasolina. Una chispa bastó. Una llamada desde un sitio recóndito en Reggio Calabria, y el rumor corrió como alma que lleva el diablo.
Dante Bellandi estaba muerto.
Florencia fue la primera en reaccionar. Le siguieron Génova y Milán. Luego, en las callejuelas humeantes de Nápoles, los clanes de la Camorra compartieron la noticia entre susurros y carcajadas contenidas. Pero fue en Calabria donde el silencio se volvió espeso, donde la sombra de ese apellido aún tenía el poder de helar la sangre o encenderla.
—¿Estás seguro? —preguntó uno de los viejos patriarcas de Gioia Tauro, con sus dedos aferrados a un rosario ennegrecido por los años—. ¿Dante Bellandi ha caído?
—Eso dicen. Una bala en el pecho. No sobrevivió. Fueron los