Era medianoche. Las luces estaban tenues. Y Erik tecleaba como un maldito demonio. Sus ojos oscuros, sin parpadear, seguían el código que se desplegaba en la pantalla.
Cada línea era una puerta.
Cada símbolo, una amenaza.
Pero él no fallaba.
De pronto, el sistema pitó.
—Lo tengo —dijo.
Todos alzaron la vista.
Svetlana fue la primera en acercarse.
—¿Qué es?
Erik giró la pantalla.
—Un mensaje interceptado. Redirección satelital, rebotado en una red privada en Zúrich, triangulado por una antena móvil que acababa de emitir un paquete encriptado con coordenadas y una mención directa:
“El Caronte ya fue entregado. El dinero llegó. Manténganme al margen. No fue parte del trato que lo desaparecieran.”
Gregor maldijo.
Ásgeir cruzó los brazos.
Giovanni se quedó inmóvil.
—¿Nombre? —preguntó Svetlana.
Erik amplió los metadatos.
—Henrik Reinhardt. Empresario suizo. Lava dinero desde hace más de 15 años para clanes europeos. Controla una cadena de casinos y empresas fachada desde Ginebra hasta Luxe