La ciudad latía con una indiferencia brutal, ajena a los monstruos que caminaban bajo su piel.
Entre ellos, esa noche, había uno diferente.
Dante.
Salió del vagón del metro en la estación Taganskaya, disfrazado de uno más: abrigo largo negro, gorra baja, bufanda cubriendo la mitad de su rostro.
Su paso era medido, sin apuros, como el de un hombre con deudas comunes y sueños rotos. Invisible en la miseria cotidiana.
El chip de localización implantado en su cinturón vibró apenas.
Una señal.
Erik, desde Islandia, confirmaba:
—Zona segura. Ningún rastro en cámaras públicas.
Dante no respondió.
Caminó hacia una salida secundaria de la estación, subió las escaleras agrietadas donde la pintura vieja se caía a pedazos, y emergió en un callejón húmedo que a
Un crujido.Un susurro de pasos en la piedra.Svetlana apenas levantó la cabeza, un movimiento torpe, como de un pájaro herido.Entre las hebras sucias de su cabello, los ojos, hundidos y desbordados de lágrimas viejas, divisaron una figura acercándose.Al principio no entendió.El cerebro, empapado de dolor y vacío, tardó en registrar lo que veía.Un hombre.Alto.Oscuro.Caminando hacia ella como una sombra arrancada del infierno.Su corazón, ese traidor latente en su pecho, quiso latir más rápido, pero su cuerpo ya no respondía bien.Sólo pudo mirarlo.La figura se arrodilló frente a ella.Levantó una mano —una mano temblorosa, casi temerosa— para apartarle con infinita suavidad un mechón de cabello de la mejilla sucia.Los ojos negros, esos ojos que ella amaba más que su propia vida, la miraron con una ternura infinita.Dante.Su mente gritó el nombre.Y de su boca
Bang. Bang. Bang.Dante no se detuvo.Sus pasos eran firmes, brutales, una marcha de ejecución. Disparaba mientras avanzaba, cada vez más rápido, cada vez más feroz, cada vez más fuera de sí.Las balas de Dante atravesaron la madera de la puerta como si fuesepapel, dejando agujeros humeantes.Al otro lado, Nikolai soltó un grito gutural, mezcla de rabia y desesperación. No había escapatoria.Con un último embate, la puerta voló por los aires en una explosión de astillas.Dante irrumpió en la habitación como una bestia desencadenada, pistola en manoylos ojos encendidos en un rojo infernal de odio puro.Nikolai estaba acorralado contra la pared, pálido, temblando.—Ahora ya no eres tan valiente, ¿verdad? —gruñó Dante, avanzando con lentitud.Nikolai intent
La noche caía como un telón de plomo sobre el asfalto agrietado del aeropuerto privado. Las luces de las pistas parpadeaban como luciérnagas eléctricas, distorsionadas por la llovizna fina que comenzaba a caer, dándole al ambiente un aire de película de guerra.El convoy irrumpió en el perímetro a toda velocidad. Cuatro camionetas blindadas, negras, con vidrios ahumados y placas falsas, avanzaban como un enjambre sincronizado. Dante iba en la delantera, sosteniendo aún a Svetlana contra su pecho.—Cinco minutos —dijo Erik desde el asiento del copiloto, con la mirada clavada en el reloj táctico de su muñeca—. El avión ya está en la pista.Dante no contestó. Su mandíbula estaba tensa, su mirada perforaba la oscuridad. Afuera, varios hombres de su equipo ya estaban desplegándose, revisando el perímetro, las torres, los hangares. Todo debía estar despejado. Todo debía estar bajo control. Pero algo… algo no encajaba.Un escalofrío reptó por su columna.—Todo está demasiado tranquilo —murmu
El jet tocó suavemente la pista del aeropuerto privado en Calabria, con el sonido de las turbinas apagándose lentamente como un susurro que quedaba suspendido en el aire. No hubo celebraciones, no hubo fuegos artificiales, solo el crujir de las ruedas al frenar y la silenciosa llegada de un hombre que se creía muerto.Dante Bellandi no necesitaba que el mundo supiera que había regresado. El silencio era su aliado, su mejor arma en ese instante. El aire fresco de Calabria lo recibió, pero él no se detuvo ni por un segundo a saborear ese regreso. Había algo más importante que eso: Svetlana estaba a salvo, y Nikolai seguía respirando, aguardando lo que él le tenía reservado.El amanecer comenzaba a despuntar en el horizonte. Un par de vehículos de lujo esperaban a unos pocos metros del jet, escoltados por hombres de confianza. Ningún ruido innecesario, ningún gesto que delatara su presencia. Solo ellos sabían lo que estaba pasando. Solo ellos, y Fabio, que había sido contactado previamen
La noticia se esparció como un susurro, un murmullo bajo, casi imperceptible al principio, como el viento que se cuela en las rendijas de la villa.Un roce furtivo en la cocina, donde el chef, con las manos temblorosas, dejó caer un cuchillo al suelo.Un murmullo extraño entre los guardias, que se cruzaban miradas inquietas mientras patrullaban la villa.Un resquebrajamiento en la calma que antes gobernaba el lugar.—¿Lo has oído? —preguntó uno de los hombres de seguridad, su voz baja, como si aún temiera ser escuchado.—¿Qué? —respondió otro, entrecerrando los ojos.—Él... El jefe.Está vivo.—No puede ser... —dijo el primero, parpadeando incrédulo. Pero su rostro no podía esconder el temor que comenzaba a calar en su interior.Era tan solo el primer eco de lo que se desataría.
Una niebla espesa cubría las calles adoquinadas de los barrios bajos de Moscú. El humo del tabaco, la suciedad y el miedo se colaban en las rendijas de los muros húmedos como si fueran viejos espíritus regresando a casa.—Te digo que lo vi, Arkady... —susurró un hombre con el rostro cubierto de cicatrices, mientras dejaba caer un trago de vodka barato en su garganta—. Vi al puto Bellandi. Con mis ojos.Estaban en el sótano de un club clandestino, bajo la fachada de una ferretería abandonada. La música era lejana. La verdadera orquesta eran los murmullos.Arkady se rió, una carcajada sin alegría que rebotó en las paredes. —¿Te estás escuchando? ¿Sabes lo que estás diciendo? Ese hombre murió. Hay videos. Funeral. Su gente llorando. —No... no, escúchame. El que vimos allá, ese... era otra cosa. No hablaba. No sudaba. Tenía la mirada de alguien que ya no pertenece a este mundo. Arrastró a Nikolai Petrov como si fuese un perro moribundo.Un silencio cayó de golpe.Incluso el bartender de
La villa Bellandi parecía respirar en una calma artificial, como si sus muros contuvieran el aliento.En el salón principal, la luz del atardecer teñía las cortinas de un rojo casi sangriento. La gran mesa de roble, tallada a mano, estaba rodeada por figuras conocidas: Fabio a la izquierda de Dante, sereno pero con el ceño fruncido, además de hombres de confianza, sí, pero no inmunes al desconcierto.Dante escuchaba. Brazo apoyado sobre el respaldo de su silla, la otra mano sostenía un vaso de whisky que no había probado. Su mirada barría la mesa como un bisturí: precisa, implacable.—Mancini no perdió tiempo —informó Fabio, su tono seco, metódico—. Tomó contacto con los Camorristi de Casoria. También reforzó su presencia en el puerto. Se dice que incluso negoció con los Petrov a tus espaldas.—¿Y los nuestros? —preguntó Dante, sin apartar la vista de los papeles esparcidos.—Divididos. Algunos creyeron que tu muerte era una señal. Otros… simplemente se adaptaron para sobrevivir. Y ha
La habitación estaba sumida en una penumbra suave, apenas rota por la luz tenue del velador. El aire olía a hospital y a recuerdos rotos. Svetlana dormía, acurrucada entre sábanas limpias, el cuerpo tan frágil que a Dante le parecía hecho de papel.La observó en silencio largo rato, de pie junto a la cama, sin moverse.Su respiración era tranquila. El rostro, aunque demacrado, parecía en paz por primera vez en días. Y sin embargo, él sabía que esa calma era engañosa. Bajo esos párpados cerrados se escondía un abismo. Cada marca, cada sombra en su piel, era una confesión muda de lo que había vivido.Se inclinó y le acarició con suavidad la mejilla. La besó despacio, como si le temiera al más mínimo roce.—Te juro que lo haré pagar por todo lo que te hizo —murmuró, apenas audible, como una promesa sagrada.Se enderezó y caminó hacia la puerta. La abrió con sigilo, se volvió una última vez para mirarla. Y entonces salió.Dos hombres de confianza se encontraban apostados a cada lado del m