Hay que admitir que esa frase de Guillermo, "No soy de los que viven en el pasado", llenó de alegría el corazón de Miranda. Esa pequeña molestia que le había causado la inminente llegada de esa especie invasora se disipó de golpe.
Al acostarse entre las sábanas, sin darse cuenta, se volvió a aferrar a Guillermo, con un brazo rodeándole el cuello y sus piernas suaves y desnudas enredadas en su cintura.
Entre sueños, él se acomodó y atrajo hacia su pecho a la pulpo inquieta que se le había enredado.
Esa noche, Miranda tuvo un sueño.
No sabía si era porque en el sueño caía la tarde, o si la propia atmósfera onírica venía con un halo amarillo cálido; todas las escenas parecían sumergidas en un frasco de miel, arrancando, fotograma a fotograma, visiones del pasado, a la vez puras y extrañas, como un vitral descompuesto.
La primera mitad del sueño se extendía en detalles tediosos y poco convincentes de su vida en la preparatoria. Primero, se veía en el dormitorio ajustándose el largo de la