—¿Te duele el estómago? —Estela miró a su alrededor y señaló en una dirección—. Allá hay un baño.
A Miranda le empezó a sudar la frente mientras caminaba rápidamente y con dificultad hacia el baño indicado.
Llevaba unos tacones altísimos, y aquel tramo recorrido a toda prisa le había dejado los talones ardiendo y entumecidos.
Al entrar al baño, se le nubló la vista por un momento.
Estela, que la había seguido, exclamó en voz baja:
—¡Cuánta gente!
Había al menos siete u ocho personas en la fila. Además, aquel baño parecía ser el más pequeño de todo el aeropuerto: solo cuatro cubículos, y uno de ellos adaptado para personas con movilidad reducida.
Esperaron dos minutos y la fila no avanzó ni un centímetro.
Estela iba a preguntarle a Miranda si prefería buscar otro baño, pero al ver la expresión de pura desesperación en su cara, como si ya no pudiera aguantar más y la vida hubiera perdido todo sentido para ella, se le ocurrió una idea terrible que soltó sin pensar:
—Oye, ¿y si vas a este