Miranda sonrió.
—Nos conocemos. Sírvale, no hay problema.
El sobrecargo se quedó momentáneamente desconcertado, sintiendo cómo se le aceleraba el pulso.
“¡Qué mujer tan increíblemente guapa!”, pensó. “Su sonrisa era la definición misma de la hermosura, de ojos que cautivan y dientes como perlas, de una belleza radiante y arrebatadora”.
Tras retirarse intentando mantener la compostura, el sobrecargo no tardó en preguntar a sus colegas en la zona de servicio si aquella hermosa mujer de primera clase era alguna celebridad. ¿Por qué no la reconocía? ¿Sería que no era famosa? Pero, con esa belleza, ¿cómo podría no serlo?
Poco después, llegó la comida que Miranda había ordenado para Estela.
El sobrecargo también le ofreció a Miranda un pequeño postre, comentando que era una nueva creación de la casa para que la degustara.
Ella, con amabilidad, probó un bocado.
Estela, en cambio, seguía desganada y no parecía tener la menor intención de comer.
Miranda no le dio mayor importancia. “Allá ella