Ese día, Guillermo no tenía mucho trabajo. Antes de ir a recogerla, había pasado por el supermercado e hizo que Mateo comprara algunas cosas, pidiéndole especialmente que buscara costillas tiernas.
Al llegar a casa, Miranda se tiró en el sofá a jugar con el celular, aunque de vez en cuando asomaba la cabeza para ver cómo iban las costillitas.
Tenía que admitirlo: ese desgraciado de Guillermo era muy inteligente. Desde pequeño, siempre había aprendido más rápido que los demás, y al entrar al grupo empresarial, demostró una extraordinaria capacidad de trabajo. Incluso cocinando en casa se veía pulcro y hábil.
Desde lejos, su figura alta, esbelta y atractiva, parada frente a la isla de la cocina, era todo un espectáculo.
De cerca, las mangas de la camisa arremangadas con pliegues suaves, sus manos delgadas y largas, de nudillos definidos, y su forma de manipular los ingredientes, eficiente y elegante a la vez, eran un placer para la vista.
Ella tenía una filosofía de vida bastante simple