La osadía. La audacia de desafiarme así. Nadie lo había hecho. Nadie me había desestabilizado de esa forma.
Mi mandíbula crujía de lo tensa que la tenía.
Deseaba callarla para hacerla entrar en razón. Marcarle los límites de una vez por todas.
Se atrevió a gritarme.
No pretendía ser violento ni mucho menos. Pero mi cuerpo no podía simplemente dejarla marcharse, después de decir lo que había dicho.
Ella tenía las mejillas rojas. Sus ojos, ámbar, eran fuego. Lucía salvaje.
Mi mente, podrida, traicionera, pensó en otras zonas de su cuerpo. Me cuestionaba si ese color rojizo también se marcaría en su cuello, sus pechos o sus caderas. Mi agarre en su brazo se intensificó. Al verla fruncir el ceño, algo hizo clic dentro de mí.
¿Qué estoy haciendo? ¿En qué demonios estoy pensando?
Estaba sujetando contra la pared. A una mujer embarazada. Vulnerable.