Entre sueños oigo la voz de un hombre. No siento nada, no hay dolor físico, —eso es lo que creo—. Lo último que recuerdo antes de precipitarme al suelo es el rostro de un humano. Parecía asustado y temeroso al verme caer de una manera tan estrepitosa. Corrió a ver qué había pasado; allí vi su rostro preocupado, sus ojos dóciles, su quijada temblando con el asombro de ver tanta sangre —supongo, quizá también por ver a un ser divino—. Su expresión de compasión al ver mi aflicción me conmovió a tal punto que, aunque aún seguía perdida en mis recuerdos y pensamientos, podía sentir el latir de su corazón. —Es un hombre bondadoso, su corazón está agitado, me recuerda al bravo mar en tempestad—. Quiero abrir los ojos, pero algo me lo impide, no tengo fuerzas para despertar y caigo nuevamente en las sombras de mis más profundos recuerdos.
En la Van del abuelo Dorth
Vamos a toda velocidad por la caótica ciudad central. El hombre de aspecto divino aprieta el volante; sus sienes se hinchan de sa