Quité mi mano del agarre de Alfa Martín y caminé directo a la habitación, protestando en silencio.
La habitación daba al océano: por la ventana se extendía una vista hermosa del mar.
Alfa Martín vino detrás de mí y rodeó suavemente mi cintura con los brazos.
—Simona —susurró, su aliento rozando mi oído—. Recuerdo que amas el mar. Reservé esta habitación solo para ti. Apenas abras los ojos, verás el profundo océano azul.
Toda mi espalda se tensó. Ese dolor amargo en mi pecho resurgió y me dominó.
Lo empujé con tanta fuerza que retrocedió varios pasos, y me giré para enfrentarlo, la voz elevándose con cada palabra.
—¡Alfa Martín, nunca me gustó el océano!
Frunció el ceño, confundido, como si hablara en otro idioma.
—¿Lo olvidaste? —grité, señalando la ventana—. ¡Una vez me caí al mar… tengo talasofobia!
Mi loba gimió al recordarlo.
Tenía veinte años. Martín me había llevado a un crucero con su exclusivo club de Alfas. Le dije que no me sentía bien y él se rió, diciendo que solo ne