Yo ya no quería pelear más con él.
No con la loba caminando dentro de mí, frustrada y harta. Ella había tenido suficiente de sus verdades a medias y sus mentiras descaradas. Yo también.
Así que apagué mi celular y caminé hacia la puerta de abordaje.
Cuando el avión despegó, miré por la ventana y me sentí más liviana. Más libre. Mi loba soltó un respiro suave de satisfacción. Eso ya era algo.
Mientras tanto, en tierra, el Alfa Martín iba perdiendo lo poco que le quedaba de compostura.
Según contaron después los pobres empleados del aeropuerto, agarró a uno de ellos por el cuello del uniforme, con la voz retumbando por toda la terminal como un trueno:
—¡Deténganlo! ¡Detengan ese avión ahora mismo!
Pero nadie detiene un vuelo comercial, aunque seas un alfa.
Desde mi asiento junto a la ventana lo vi.
Martín.
Corriendo por la pista como un demente, el saco ondeando detrás de él, el cabello revuelto por el viento, la desesperación marcada en cada línea de su rostro.
—¡Simona, vuelve! —gr