La mujer dio dos pasos hacia adelante, fluyendo entre los invitados como una sombra que por fin había decidido cruzar un límite. Sus ojos estaban fijos en Valeria. En su hija.
Pero entonces… se detuvo.
Un hombre surgió entre la multitud con un andar firme, seguro, demasiado reconocible: Salvador Reverte.
El mismo hombre del que ella llevaba años escondiéndose.
La respiración de la mujer se quebró en un instante. Sus dedos se crisparon alrededor de la cartera que sostenía y, como si hubiera recibido un golpe invisible, retrocedió medio paso. Luego otro.
Sus ojos se encontraron un segundo con los de Helena.
Un segundo cargado de pánico silencioso.
Ella negó con la cabeza apenas, un gesto pequeño pero absoluto. Después inclinó la mirada hacia el suelo, como alguien que reconoce que no puede —que no debe— ser vista.
Se dio la vuelta con rapidez contenida y comenzó a caminar hacia la salida, no corriendo, no llamando la atención… pero con la urgencia de quien está huyendo de un fant