— Charles Schmidt
Estoy desayunando con mis tres hijos.
Es la primera vez que lo hacemos, los cuatro juntos, sentados a la misma mesa, compartiendo un momento que parece cotidiano… pero para mí es extraordinario.
Eva juega con las fresas de su plato, cortándolas en formas extrañas. Damián intenta leer la etiqueta del cartón de leche con una expresión de concentración que me hace sonreír. Y Aiden… Aiden me observa en silencio, con una madurez que no debería tener a su edad.
Me gusta esto.
Más de lo que pensé que me gustaría. Se siente bien. Se siente… real.
¿Cómo pude estar tan ciego todo este tiempo?
Rebeca me había dado lo más bello que he tenido en la vida: estos tres pequeños seres que, sin quererlo, me están enseñando a ser humano otra vez.
—Papá —dijo Aiden, con voz clara, mientras dejaba la cuchara a un lado.
Lo miré, tomando un sorbo de jugo con tranquilidad.
—Dime, hijo.
Me sostuvo la mirada. No tenía miedo, no titubeaba. Sus ojos enormes e intensos me atravesaron.
—¿Tú eras