Rebeca Miller
Todavía estaba en la oficina, rodeada de carpetas abiertas y contratos que apenas podía comprender. Mis ojos repasaban una y otra vez los mismos párrafos sin realmente leerlos. Todo parecía estancado.
Y solo me quedaba esperar.
Esperar a que ese bastardo aparezca y se digne a ayudarme…
O termino de aplastarme.
De pronto, el timbre de mi celular rompió el silencio. Era un número desconocido. Fruncí el ceño y contesté con voz neutra:
—¿Ahí?
—Hola, hija… soy yo, Augusto.
Sentí un nudo en el estómago. No esperaba esa llamada, mucho menos escucharlo llamarme hija . Por un momento no supe qué decir.
—Don Augusto… —musité, recuperando el aliento—. ¿Cómo obtuve mi número?
—Bueno hija, ya me conoces. —Pude oírlo sonreír del otro lado, con esa mezcla de ternura y autoridad que siempre supo usar a su favor.
—Te llamo porque quiero pedirte un favor. Sé que no te vas a negar…
Cerré los ojos con fuerza. Lo supe. Sabía que este momento llegaría.
—Quiero ver a mis nietos.
Tragué saliva