「Samanta」
Esa noche, el penthouse olía a rosas y a algo más que no lograba reconocer.
Matías se había ido hacía horas, pero su perfume seguía ahí. Pegado a las cortinas. A mi ropa. A mi piel.
Me duché. Aún así, no se fue.
Eran casi las dos de la madrugada cuando agarré el celular.
No quería hacerlo. Pero lo hice.
Abrí su chat.
Adrián.
Tenía su nombre guardado sin apellido. Como si con eso pudiera engañarme.
Mis dedos temblaban al escribir.
“Voy a estar fuera de la ciudad por una semana”.
Tres segundos despues mi movil vibró.
“Por favor, dime que no has vuelto a caer en sus mentiras”.
Me dolió.
Dios, cómo dolió.
Apreté los dientes.
Escribí rápido. Como quien lanza un cuchillo y se va corriendo.
“Me pidió perdón. Lo va a intentar. Al fin y al cabo… nos casamos”.
Los tres puntitos aparecieron.
Y luego desaparecieron.
Y después…
“Entendido”.
Eso fue todo.
Cuatro sílabas.
Y sentí que algo dentro de mí se rompía.
Apagué el celular.
Y me quedé ahí.
En la oscuridad.
Con los ojos abiertos.
***
Desperté con la sensación de que no había dormido. Mi cuerpo decía una cosa, pero mi cabeza estaba en otra dimensión. Un lugar gris. Pesado. Donde los pensamientos no se ordenaban, solo flotaban como restos de un naufragio.
El sol apenas se colaba entre las cortinas, tímido y frío.
Y el silencio… Ese maldito silencio.No era paz.
Era suspensión. Una pausa falsa en una guerra que no entendía del todo.
No sabía si me sentía más ligera… o más pesada.
Más viva… o más muerta.Confundida era poco.
Estaba vacía, pero a punto de estallar.
Como si algo dentro de mí estuviera acumulando rabia, tristeza, culpa… Y solo necesitara una grieta para salir disparado.Me senté en la cama.
El aire olía a rosas.
A las malditas rosas que él había dejado por todo mi departamento.
Como si el perfume pudiera limpiar la traición. Como si los pétalos pudieran silenciar el grito que todavía me ardía en la garganta.Me metí en la ducha sin pensar demasiado. Me vestí con ropa neutra, sin forma, sin mensaje.
No sabía cómo se vestía una mujer que no está segura de si va a perdonar o no a su esposo…
A las seis en punto, el timbre sonó.
El chófer estaba abajo.
Y Matías… también.
Vestía de beige. Camisa de lino desabotonada en el cuello, el cabello ligeramente húmedo. Su sonrisa… intacta. Esa sonrisa que sabía cómo doblarme desde adentro.
—Buenos días, mi amor —dijo, como si fuéramos felices. Como si hace dos días no hubiera pasado. Como si Ángela no existiera.
Yo solo asentí.
Sin palabras. Sin fuerza.
Ni un reproche. Ni una exigencia.
Solo amabilidad.
¿Y ahora qué? ¿La versión príncipe azul?
Me abrió la puerta del auto con una delicadeza teatral. Me ayudó a entrar. Me ofreció café.
Mi café. Sin azúcar, con un chorrito de leche.»Lo recordé —dijo con esa voz baja que a veces me hacía temblar—. Nunca tomas azúcar por la mañana.
Quise decirle que no me importaba.
Que no me impresionaba.
Pero sí lo hacía.
Y eso me jodía más que cualquier otra cosa.
Nos fuimos al aeropuerto en silencio.
Y todo me pareció absurdo.Estábamos tan bien cuidados, tan perfectamente peinados, maquillados, planchados… que dábamos asco.
Una pareja de revista con un cadáver en la maleta.
***
El jet privado ya estaba esperándonos cuando llegamos. Brillante. Lujoso. Impecable. Como él.
Matías me ofreció su mano para subir. No la tomé. Y él… no se ofendió.
Ni siquiera dudó.Solo caminó conmigo. Como si supiera que tarde o temprano… yo iba a ceder.
Nos sentamos juntos. Él pidió jugo de naranja, frutas, galletas.
Todo lo que me gustaba.La azafata nos sirvió como si fuéramos dioses griegos bajando al paraíso.
Y Matías…
Matías hablaba.Hablaba de Grecia. De la villa. De todo lo que había planeado para nosotros.
Me hablaba como si no me hubiera destrozado.
Como si no hubiera violado cada promesa que me hizo. Como si no supiera que aún tenía a mi hermana pegada al cuerpo.Yo lo escuchaba.
Y al mismo tiempo, no.Porque mi mente estaba repitiendo una palabra.
Una palabra sencilla.
Una palabra que me había desgarrado por dentro.“Entendido”.
La respuesta de Adrián.
A mi mensaje. A mi despedida.
Quise concentrarme en lo que Matías hacía.
En que había recordado el vino que me gustaba. El libro que no terminé. Santorini.El maldito Santorini con el que siempre soñé.
Quise creer.
Dios, cómo quise creer.
¿Y si realmente estaba arrepentido?
¿Y si esta vez era distinto?
¿Y si no era tan monstruo como pensaba?
Pero no.
Algo dentro de mí decía no.
Algo más profundo que la lógica. Más fuerte que el deseo.Un instinto.
Una alarma.Me giré hacia la ventanilla.
Desde el cielo, la ciudad se veía como una maqueta.
Perfecta.Y pensé en Adrián.
En cómo me miró.
En cómo me tocó.
En cómo me besó mientras me hacía el amor.
En cómo nunca me pidió nada… y aun así me lo dio todo.
“Entendido”.
¿Acaso era un adiós?
Apreté el vaso entre las manos.
Matías seguía hablando. Sonriendo. Planeando.
Yo seguía callada.
Escuchando el zumbido de mi conciencia mientras el jet seguía avanzando.
Hacia... ¿el infierno disfrazado de paraíso?
***
Llegamos a Grecia, y la luz blanca del sol me golpeó como una bofetada.
Parpadeé, desorientada, encandilada por la belleza absurda del paisaje.
El cielo parecía de mentira. El aire olía a sal, a flores… y a privilegio.Frente a nosotros, un auto negro esperaba con el motor encendido, impecable, brillante, como si hubiese sido arrancado del escaparate de una revista de lujo.
El chofer, vestido de lino claro, abrió la puerta trasera sin decir palabra.
Todo era perfecto. Demasiado perfecto.Por un segundo, me sentí como una turista cualquiera.
Una esposa bonita en una luna de miel soñada.Hasta que Matías me rodeó la cintura con un brazo.
Estaba justo a mi lado, como lo había estado durante todo el viaje.
Tranquilo. Sonriente. Insoportablemente en paz. Como si no hubiera arruinado mi vida.Me ayudó a subir al auto con esa elegancia medida que usaba para desarmarme.
Y justo antes de cerrar la puerta, me colocó unas gafas de sol sobre el rostro. Con delicadeza. Con precisión.Como si fuera una muñeca cara que le pertenecía.
—Aquí empieza nuestro reinicio —susurró contra mi oído.
Y me besó la mejilla.
No lo esquivé.
No a tiempo.
Apreté los labios.
No dije nada.Porque decir algo… habría sido ceder.
***
El trayecto desde el aeropuerto hasta la villa fue un maldito poema visual.
Una tortura disfrazada de postal.Las casas blancas, como cubos de azúcar, se apilaban en la ladera.
Cada terraza miraba al mar como si supiera que era hermosa. El camino serpenteaba entre acantilados y bugambilias, y el conductor no decía una palabra. Ni falta hacía. El silencio era parte del espectáculo.Matías hablaba.
Claro que hablaba.Sobre la arquitectura. Sobre el vino. Sobre cuánto pagó por la villa.
Sobre el chef privado que nos esperaba. Sobre cómo esta isla lo hacía pensar en nuestro futuro.Yo no decía nada.
Lo escuchaba.
Pero por dentro… Yo no estaba ahí.
La villa era una maldita fantasía.
Todo blanco. Todo curvo. Todo perfecto.
Techos abovedados, cristales azules, ventanas abiertas al vacío. Una piscina infinita que se perdía en el horizonte como si el mundo no tuviera fin.Fruta fresca. Sábanas de lino. Velas aromáticas encendidas antes de que llegáramos.
Entonces, si todo era tan bello, ¿por que me sentía en una cárcel con vista al paraíso?Matías caminaba por el lugar como si lo hubiera diseñado para mí.
Como si supiera exactamente cómo desarmarme.—Tú mereces esto —dijo, mientras me tendía una copa de prosecco—. Mereces todo esto y más.
Bebí.
No porque tuviera sed.
Sino porque no sabía qué hacer con mis manos.
Ni con mi cabeza. Ni con mi corazón.—¿Te gusta? —insistió.
Asentí.
Mentir es más fácil cuando estás rodeada de belleza.
Cuando el infierno huele a jazmín y tiene vista al mar.La primera noche me preparó una cena en la terraza.
Vino. Velas. Música italiana.
Todo parecía perfecto. Y eso era lo más perturbador.Me dijo que había recordado que me encantaba la pasta con trufa, que sabía que últimamente había estado teniendo problemas para dormir, así que mandó traer un colchón ortopédico especial, que trajo el perfume que me regaló por mi cumpleaños número veintisiete.
Yo lo miraba como quien mira a un actor ensayando un papel.
Y lo hacía bien. Demasiado bien.Había algo en su voz.
En su mirada. En su forma de tocarme la mano y soltarla justo a tiempo…Algo que me erizaba la piel.
No por miedo.
Por intensidad.
Como si quisiera leerme entera.
Como si supiera qué tecla tocar y cuándo. Como si ya me hubiera descifrado y ahora solo estuviera… reproduciendo el guion perfecto.Yo sabía lo que era eso.
¿Era estrategia?
Y aun así… me dolía lo bien que lo hacía.
Porque una parte de mí quería creerle.
***
A la mañana siguiente, me despertó el murmullo del mar. Matías dormía a mi lado. Boca arriba, el rostro relajado, una sonrisa suave apenas dibujada. Tenía el brazo sobre mi cintura, como si nuestra historia aun estuviera limpia.
Me quedé mirándolo.
Y por un instante estúpido…Deseé que fuera real.
Deseé que nunca me hubiera traicionado.
Deseé que Ángela no existiera. Deseé no haber corrido a los brazos de Adrián. Deseé… tantas cosas.Pero las verdades no desaparecen con vino.
Ni con vistas hermosas. Ni con camas de lino egipcio.Me levanté despacio y salí a la terraza.
El sol acababa de romper el horizonte, y el mar parecía un espejo dorado.
La brisa era suave. Me acarició la piel como si quisiera consolarme.
Pero yo no quería consuelo.Me abracé el cuerpo.
Me sentía… vacía.
Y al mismo tiempo… saturada.Hermosa por fuera.
Hueca por dentro.¿Quién era yo realmente?
¿La esposa que perdonó a su marido infiel?
¿La idiota que volvió a caer en las mentiras de su marido infiel?
¿La mujer que se dejó comprar con un viaje de ensueño?
Matías apareció detrás de mí en silencio.
Me rodeó con los brazos y apoyó el mentón sobre mi hombro. Su respiración era cálida. Constante.
—Te ves tan hermosa cuando callas.
Esa frase me dio arcadas. Pero no me moví. No discutí. No lo empujé. No le recordé lo que había hecho. Solo cerré los ojos… y respiré.
Ya estaba allí.
Ya había tomado la decisión de ir.
De intentarlo. De callar esa voz que gritaba en mi cabeza cada vez que él me tocaba.Quizás… quizás si dejaba de resistirme, dolería menos.
Quizás si me permitía creer, aunque fuera por un rato, todo dejaría de sentirse tan hueco.Tal vez… solo tal vez… si me dejaba llevar, podía recuperar lo que alguna vez fue real.
Lo que se rompió.
Lo que yo todavía, en el fondo, quería creer que existía.No dije nada.
Y en ese silencio, me rendí.
No por él.
Por mí.
Porque estaba cansada de pelear.
Porque quería olvidar. Porque… aún lo amaba.Sí.
Aún lo amaba.Así que dejé que me abrazara.
Dejé que creyera que todo estaba bien.Y me dije a mí misma:
Solo por hoy. Solo por ahora. Solo por esta semana.