Antonio jadeaba. Su cuerpo sangraba por todos lados, su piel se estremecía, y la mezcla de dolor, adrenalina y miedo lo tenía al borde del colapso. Pero aún conservaba un último aliento. Un último veneno que escupir antes de morir.
Aurora lo miraba con esa serenidad terrible, como una tormenta que ya arrasó todo y solo contempla las ruinas. Luego de algunos minutos después de verificar que no era Dante quien estaba afuera, que no era nadie, aparentemente nadie.
—¿Sabes qué, Aurora…? —dijo él con un hilo de voz, mientras una sonrisa torcida se dibujaba en su boca sangrante—. Maldita perra… acabas de matar a tu propio hijo…
Aurora se detuvo en seco, su respiración se congeló por un segundo. Sus ojos se clavaron en los de él. Antonio la miraba entre risas entrecortadas, disfrutando cada segundo de su reacción.
Pero ella no se quebró. Solo ladeó la cabeza, como si analizara sus palabras. Luego, caminó lentamente hacia él y se inclinó lo suficiente como para que pudiera verla bien, aún s