La mansión estaba envuelta en un silencio expectante, apenas roto por el sonido de los pasos de Alonzo sobre el mármol pulido. Frente a él, tres hombres aguardaban con la mirada firme y los hombros tensos, listos para su misión.
—Salen en cinco minutos —ordenó Alonzo con voz seca—. Armas listas, rutas trazadas. No quiero errores. Si algo sale mal, actúen sin vacilar. ¿Está claro?
—Sí, señor —respondieron al unísono, con respeto y disciplina.
Mientras se giraba para revisar los últimos detalles, escuchó pasos apresurados detrás de él. Era Bianca. Su mirada iba al suelo, como si estuviera conteniendo pensamientos que le pesaban demasiado.
Se detuvo a pocos pasos de él, levantando la vista con una mezcla de preocupación y culpa.
—No debí dejarla ir sola —dijo en voz baja, con los brazos cruzados, como si intentara protegerse del vacío que sentía—. Aurora... algo me dice que no está bien.
Alonzo dejó escapar una sonrisa leve, casi tímida. No era habitual en él, pero con Bianca se permitía