El reloj antiguo de la biblioteca marcaba las seis en punto cuando Dante cerró con firmeza el libro que sostenía. El silencio se volvió aún más pesado mientras Francesco, de pie frente a él, lo observaba con expresión impenetrable. La luz dorada del atardecer filtrada por las ventanas teñía de bronce los lomos de los libros, como si el tiempo se detuviera para presenciar lo inevitable.
—Es mejor que se retire, Francesco —dijo Dante con voz baja, pero firme—. Aunque no crea que se irá con las manos llenas.
Francesco entrecerró los ojos, y su mandíbula se tensó apenas un segundo antes de girarse hacia la puerta.
—Eso lo veremos, Dante —replicó Francesco sin volverse del todo, y salió de la biblioteca con paso decidido.
Dante lo siguió casi de inmediato, cruzando la sala con paso seguro. Su figura imponente avanzaba como una sombra acechante tras la silueta mayor de Francesco. Al salir al vestíbulo principal, la escena que encontró lo hizo detenerse de golpe.
Vittorio estaba de pie junto