La camioneta de Dante avanzaba por la carretera secundaria, salpicada de barro y aún teñida por el humo que botaba. El motor rugía con fuerza mientras Dante mantenía ambas manos en el volante, los nudillos blancos por la tensión. Apenas tenía tiempo de respirar.
La sangre caliente aún bajaba por su brazo, donde una esquirla de metralla lo había rozado. Pero el dolor era lo de menos.
Detrás, el rugido de otro motor le arrancó una maldición entre dientes. Se giró un segundo por el espejo retrovisor.
Vittorio.
La camioneta negra de Vittorio, junto con varios hombres, se acercaba a toda velocidad. Y venía disparando.
—Maldito lunático —escupió Dante, y se agachó justo a tiempo para esquivar una bala que atravesó el cristal trasero.
El proyectil se estrelló contra el parabrisas delantero, rompiéndolo en mil pedazos.
Dante giró el volante bruscamente, haciendo que su vehículo patinara por el lodo. Apoyó un codo en el volante, apuntó con una mano libre por la ventanilla rota y devolvió algu