120. Primeras Grietas
Miércoles, tres semanas después del descubrimiento. Clínica Monterrey, Madrid.

La sala de ultrasonido está en penumbra, solo iluminada por el resplandor azulado del monitor. Max sostiene mi mano con tanta fuerza que casi me corta la circulación, pero no me quejo.

—Ahí está —dice la Dra. Méndez, señalando el monitor—. Ocho semanas exactas. Miren, ese parpadeo es el latido del corazón.

Observo la pequeña forma en la pantalla—apenas más grande que un frijol—y siento cómo las lágrimas ruedan por mis mejillas. El latido es fuerte, rápido, milagroso. 156 latidos por minuto, dice el monitor. Mi bebé. Nuestra bebé, si es que la intuición de Max es correcta.

—Todo se ve perfectamente bien —continúa la doctora, moviendo el transductor sobre mi vientre todavía plano—. El saco gestacional está bien implantado, el embrión tiene el tamaño apropiado para las semanas, y el latido cardíaco es excelente.

Max exhala un suspiro de alivio tan profundo que sus hombros se desploman visiblemente.

—¿Entonces
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