120. Primeras Grietas
La sala de ultrasonido está en penumbra, iluminada únicamente por el resplandor azulado del monitor. Max sostiene mi mano con tanta fuerza que casi me corta la circulación, pero no me quejo. Necesito su ancla tanto como él necesita la mía.
—Ahí está —dice la Dra. Méndez, señalando un punto en la pantalla—. Ocho semanas exactas. Miren ese parpadeo. Es el corazón.
Observo la pequeña forma en la pantalla —apenas más grande que un grano de café— y siento cómo las lágrimas calientes ruedan por mis mejillas sin control. De repente, el sonido llena la habitación. Un galope rápido, rítmico, milagroso. Tun-tun, tun-tun, tun-tun. 156 latidos por minuto. Mi bebé. Nuestra bebé, si la intuición de Max no falla.
—Todo se ve perfecto —continúa la doctora, deslizando el transductor sobre mi vientre plano—. El saco gestacional está bien implantado, el embrión tiene el tamaño correcto y el latido es fuerte.
Max exhala un suspiro tan profundo que sus hombros se desploman. —¿Entonces no hay complicaciones