La lluvia caía como un telón implacable sobre Madrid, transformando las calles en ríos que devoraban la luz de los neones de la Gran Vía. El taxi frenó frente a la mansión con un chirrido ahogado por el aguacero. El abrigo, empapado y pesado sobre mis hombros, me oprimía la piel como si la culpa se hubiera materializado en tela. Por un instante deseé quedarme dentro del coche, protegida, fingir que aún podía escapar. Pero era tarde para retrocesos.
La adrenalina de mi encuentro con Alejandro seguía corriendo como fuego por mis venas, mezclada con el miedo que me había provocado el mensaje de Max: “Sé dónde estás. Vuelve a la mansión ahora, o esto se acaba.” Cada palabra era un grillete invisible.
El conductor me miró por el retrovisor con una sombra de compasión, pero no dijo nada. Le pagué con un gesto rápido, abrí la puerta y la tormenta me devoró al instante. Corrí hasta la entrada, el agua resbalando por mi rostro como lágrimas prestadas.
La mansión se erguía bajo la lluvia como u