80. Espiral Descendente
Tres días después de la junta directiva, el silencio en la mansión Undurraga era diferente. No era el silencio elegante de una casa bien administrada, sino algo más denso, más opresivo. Era el silencio de una tumba.
Desde mi suite en el hotel Barceló, podía sentir cómo Max se desintegraba a pesar de la distancia. Elena me llamaba cada día con actualizaciones que me rompían el corazón pieza por pieza.
—Señora Lorena, él no sale de su despacho. No come. Solo se queda ahí, mirando por la ventana como si esperara que algo cambiara —su voz temblaba con esa preocupación maternal que siempre me conmovía—. Y en las noches...
Las noches eran lo peor.
Empezaba siempre igual: Max salía de la mansión después de las diez, cuando Madrid se transformaba en algo diferente, algo más permisivo con los demonios personales. Lo había seguido algunas veces, manteniendo distancia prudente, observando como un fantasma la autodestrucción del hombre que una vez fue mi mundo entero.
El primer bar era siempre dif