61. Tormenta de verdades
Desperté en la clínica con la sensación de no haber dormido en absoluto. Mi cuello estaba rígido, la espalda tensa, y la cabeza me palpitaba. El olor a desinfectante impregnaba cada rincón, mezclado con el zumbido constante de las máquinas.
Parpadeé varias veces, intentando ordenar mis pensamientos, pero lo primero que me vino a la mente no fue mi padre, sino el divorcio suspendido. Esa firma que no se estampó en el papel por la llamada que nos había traído hasta aquí.
Era extraño: el universo parecía decidido a poner mi vida en pausa justo en el borde de cada decisión importante. Por un instante me pregunté si el destino estaba jugando conmigo o si simplemente era yo… cobarde, aferrada a excusas, buscando cualquier pretexto para no soltar del todo a Max.
Me enderecé en la silla y noté la manta que alguien había dejado sobre mis hombros. Reconocí a Diego dormido en la butaca contigua, con la cabeza ladeada y el ceño fruncido incluso en sueños. Siempre había sido así: protector hasta la