39. La Sombra Esperando
El pasillo de llegadas internacionales se extendía como un túnel interminable. Las luces blancas del techo brillaban con intensidad quirúrgica, demasiado frías para un espacio donde reinaban los abrazos y reencuentros.
Caminaba con paso firme, el bolso colgado del hombro, la barbilla erguida, la mente fija en la secuencia inevitable: un coche, la mansión, el guion forzado de un matrimonio que se desmoronaba. Todo en automático, como si mis músculos obedecieran un libreto escrito antes de que yo tuviera voz para protestar.
Detrás de mí, a unos metros, Max. No necesitaba girar la cabeza para comprobarlo; su presencia era un peso invisible en la nuca. Lo sentía respirar, lo escuchaba mover los zapatos contra el mármol. A ojos de cualquiera, éramos dos viajeros que coincidían en el mismo pasillo.
No era el aire acondicionado lo que me erizaba la piel. Era la certeza de que cada paso me acercaba a otra batalla.
Las puertas automáticas se abrieron con un zumbido metálico. El bullicio de la