14. Entre la Obediencia y el Orgullo
El camino a casa fue silencioso, pero no vacío. El aire dentro del auto se volvía más espeso con cada kilómetro, como si las palabras atrapadas flotaran entre nosotros y se estrellaran contra el parabrisas. Cada respiración era un recordatorio de lo que ninguno se atrevía a decir. Max no apartaba la vista del asfalto; los faros iluminaban la carretera como cuchilladas blancas en la oscuridad. Su mandíbula, tensa como hierro forjado, latía con la furia contenida. La mano en la palanca de cambios se crispaba, los nudillos se volvían blancos cada vez que pasaba otro auto y el destello de las luces lo bañaba un segundo.
Lo observaba de reojo, con la sensación de estar sentada junto a una tormenta encerrada en una caja demasiado pequeña. El calor que irradiaba su cuerpo era más sofocante que el aire acondicionado. Ni siquiera el ventilador podía dispersar la electricidad que había entre nosotros. Tragaba saliva con cuidado, como si hasta el más mínimo sonido pudiera provocarlo. Y sin embar