13. Prisionera
Las puertas se abrieron al estacionamiento subterráneo. El aire olía a cemento y gasolina. Nuestro auto nos esperaba, con el chófer de pie junto a la puerta trasera, su rostro cuidadosamente neutral.

—Dame tu teléfono —ordenó Max, extendiendo la mano.

Me aferré a mi pequeño bolso. Era mi única línea de vida.

—No.

Su mandíbula se tensó. Con un movimiento rápido, me agarró la muñeca y con la otra mano me arrancó el bolso. Lo abrió, sacó mi teléfono y lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

—¡Devuélvemelo!

—Sube al auto, Lorena.

—¡Max, es una mentira! ¡Isabela mintió!

Se giró hacia mí con ojos que ardían de furia contenida.

—¡Me importa una m****a si mintió o no! ¿No lo entiendes? ¡Nos acaban de ejecutar públicamente! ¡Isabela reveló la cláusula del testamento y tú eres ahora la esposa abusiva que agredió a una mujer embarazada!

Me empujó dentro del auto. El chófer cerró la puerta, y quedamos atrapados en un espacio que olía a cuero y a los restos del perfume que me había puesto
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