107. La Mañana Después
Despierto con la sensación de haber sido atropellada.

La luz del sol se filtra brutalmente a través de las cortinas que olvidé cerrar anoche. Mi cabeza palpita con un ritmo sordo y constante; la consecuencia directa de la botella de vino que Camila, Diego y yo aniquilamos mientras diseccionábamos cada segundo de la gala.

Mi teléfono está en la mesita de noche, donde Diego insistió en dejarlo después de que alcanzara las veintitrés llamadas perdidas de Max.

Veintitrés.

Por un momento, acostada en mi cama con el vestido rojo todavía puesto —ni siquiera tuve fuerzas para quitármelo—, considero la posibilidad de quedarme aquí. De fundirme con el colchón. De no levantarme nunca más.

El teléfono vibra.

A pesar de estar en silencio, veo la pantalla iluminarse. Una notificación. Luego otra. Y otra. Es como una tortura china, un goteo constante que me recuerda que mi vida privada se ha convertido en entretenimiento público.

Extiendo la mano hacia el aparato con la misma cautela con la que tocar
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