Isabella abrió la celda con manos temblorosas, la llave giró lentamente en la cerradura y el sonido metálico pareció retumbar en toda la prisión.
La puerta se abrió con un chirrido lúgubre.
Dentro, Dante alzó la mirada.
Sus ojos brillaban como brasas encendidas, fijos en ella, y una sonrisa torcida, llena de burla y triunfo, se dibujó en su rostro.
—¡Quítame los grilletes! —ordenó con un gruñido que más parecía un rugido contenido.
Isabella negó de inmediato, conteniendo la respiración, como si el solo hecho de mirarlo le robara el aire.
—No. Primero veré a mi madre. —Lo empujó con fuerza hacia adelante, sin darle tiempo a acercarse más de lo necesario.
La rabia se encendió en los ojos del prisionero.
Los grilletes de plata que aprisionaban sus muñecas brillaban débilmente a la luz de las lámparas, quemando su piel.
Dante rugió de dolor y frustración, porque sabía que esa maldita plata le impedía transformarse, le arrebataba lo que lo hacía poderoso.
Al salir, Isabella lo obligó a cami