El penthouse se había convertido en un templo de silencio. Los pasos de los guardias resonaban como tambores de guerra en los pasillos marmolados, y las miradas entre los hombres de Volkov transmitían un mensaje claro: algo estaba por suceder.
Valeria lo percibió desde que despertó. La tensión era palpable, como electricidad estática antes de una tormenta. Aleksandr había abandonado la cama antes del amanecer, y cuando ella bajó a desayunar, lo encontró en su despacho, con la mirada fija en una serie de fotografías esparcidas sobre su escritorio de caoba.
—Buenos días —murmuró ella desde el umbral.
Aleksandr levantó la vista. Sus ojos, habitualmente cálidos cuando la miraban a ella, parecían dos fragmentos de hielo.
—Hoy no saldrás del penthouse —ordenó con voz cortante—. Pase lo que pase, te quedarás en nuestras habitaciones.
—¿Qué está ocurriendo? —Valeria se acercó, intentando ver las fotografías, pero él las recogió con un movimiento rápido.
—Negocios. Solo negocios.
Pero Valeria h