El silencio en la biblioteca de la mansión Veyra era tan denso que podía cortarse. Adriana permanecía de pie frente al escritorio de caoba donde su abuelo, Augusto Veyra, la observaba con aquellos ojos que habían visto pasar siglos. La luz de las velas proyectaba sombras danzantes sobre los estantes repletos de libros antiguos, algunos tan viejos como el propio patriarca.
—¿Vas a seguir mirándome así o vas a explicarme por qué me has mentido toda mi vida? —Adriana rompió el silencio, su voz temblando ligeramente, no de miedo sino de rabia contenida.
Augusto entrelazó sus dedos pálidos sobre el escritorio. Su rostro, esculpido en mármol por el tiempo, no revelaba emoción alguna.
—Cuidado con tus acusaciones, niña. No olvides con quién estás hablando.
—Sé perfectamente con quién estoy hablando &m