Rhea conocía el dolor desde antes de aprender a hablar. No el dolor fugaz de un golpe o una caída, sino ese que arde lento y constante, como brasas enterradas bajo la piel. La marca en su espalda —una forma intrincada, hecha de líneas curvas que se entrelazaban como llamas danzantes— ardía cada noche desde que tenía memoria. Nadie en la aldea sabía qué significaba, solo que era un presagio. Y los presagios, en el mundo de los simples, eran maldiciones que caminaban.
Sus primeros recuerdos eran de cuchicheos, miradas recelosas, manos apartándola como si fuese contagiosa. Incluso de niña, la gente la evitaba. Su madre, una mujer de voz suave y manos temblorosas, desapareció una noche sin dejar rastro. Rhea tenía apenas cuatro años. Desde entonces, la marca se volvió su única compañía constante. Ardía más fuerte cuando tenía miedo, y se enfriaba cuando lloraba hasta quedarse dormida. Nadie podía tocarla sin sentir ese calor extraño, incómodo. Los otros niños la llamaban "demonio del fuego". Los días en la aldea de Grevan eran monótonos. El sol nacía con pereza, iluminando los campos secos y las casas de barro agrietadas. Los adultos salían a trabajar en los cultivos, los niños eran obligados a ayudar o aprender a temer. Grevan estaba alejado de todo, al borde de un bosque prohibido, del que se contaban historias oscuras. El bosque de Andhal, decían, tenía hambre de sangre. Pero para Rhea, lo más aterrador no era el bosque, sino las personas. Vivía en el último cobertizo del margen sur del pueblo, donde los esclavos dormían en fila sobre paja mojada. Grevan era un asentamiento olvidado incluso por los recolectores de impuestos. Allí, el trabajo era castigo y el silencio, ley. A sus diecisiete años, Rhea había aprendido a callar, a bajar la cabeza, y a ignorar el ardor constante de su marca. No respondía cuando los capataces la insultaban, no se quejaba cuando le doblaban las horas de faena, y no lloraba cuando la dejaban sin comida por días. La docilidad era la única forma de sobrevivir. Pero incluso la docilidad tiene un límite. Había una anciana, Lyra, que solía dejarle trozos de pan escondidos entre los matorrales. Nadie sabía por qué. Algunos decían que estaba loca, que hablaba con los espíritus del bosque. Pero Rhea la escuchaba. Cada palabra era como una chispa en la oscuridad. —Tú no eres como ellos —le dijo una vez—. Eres hija de otro fuego. Rhea no entendía qué significaba eso, pero esas palabras se le quedaron grabadas como un eco persistente. A veces soñaba con una torre en llamas, con una mujer de ojos dorados y cabello como brasas que la llamaba por su nombre. Otras veces, soñaba que volaba, y el mundo se rendía ante su calor. El festival del Sol Alto era la única celebración importante en Grevan. Marcaba el inicio de la temporada de cosecha y era también una excusa para beber hasta perder el juicio. Durante una noche, las reglas se relajaban: los señores se volvían bestias y los esclavos, juguetes. Las mujeres eran obligadas a vestir ropas ligeras, pintadas con pigmentos brillantes, y a servir con sonrisas falsas. Esa noche, Rhea llevaba un vestido de lino gastado, teñido de rojo con raíces y jugo de moras. Le apretaba el pecho y dejaba la espalda casi al descubierto, lo que hacía imposible ocultar la marca. Algunos aldeanos cuchicheaban, otros la señalaban. Nadie la defendía. Las antorchas proyectaban sombras que bailaban en las paredes, y el aire olía a sudor, vino y miedo contenido. —¡Más vino aquí! —gritó un hombre, agitando una copa vacía—. Que la marcada me lo sirva. Me gusta cómo tiembla. Rhea apretó la bandeja entre sus manos. Caminó hasta la mesa elevada donde su amo, Larn, y sus invitados bebían como animales. Larn era un hombre grueso, con la cara permanentemente enrojecida, una calva brillante y dedos como morcillas. Tenía los dientes amarillos, la piel como cera vieja y un olor que incluso los perros evitaban. —Ven aquí, marcada —ordenó él con voz pastosa. Ella fue. No tenía elección. Siempre obedecía. —Hoy es mi santo. Me debes gratitud por dejarte respirar —dijo, sonriendo con un diente partido—. Arrodíllate. Su cuerpo tembló. El calor de la marca se intensificó. El aire parecía volverse denso, como si el mundo contuviera el aliento. Cuando Larn alargó la mano para tomarle el rostro, ella retrocedió instintivamente. Él frunció el ceño, se levantó bruscamente, y le dio una bofetada que la hizo caer sobre los platos. El vino se derramó. La carne cayó al suelo. Rhea jadeó, el rostro ardiendo. Pero no tanto como su espalda. No como esa llama interna que rugía por salir. El salón quedó en silencio unos segundos. Todos los ojos estaban sobre ella. —Maldita sea —escupió Larn—. Te enseñaré a obedecer. Se abalanzó sobre ella. Fue entonces cuando sucedió. Un grito. No de terror, sino de rabia. Y luego... fuego. Las antorchas del salón estallaron como si fueran alimentadas por tormenta. El techo crujió. Larn chilló, su ropa incendiándose al contacto con su piel. Las personas gritaban, corrían. Las paredes de madera comenzaron a arder como si hubieran sido bañadas en aceite. Y en el centro de todo, Rhea. De pie. Iluminada por un resplandor dorado que emanaba de su piel. El vestido hecho jirones. El pelo como fuego vivo. La marca en su espalda brillaba con un fulgor tan intenso que cegaba. No sentía miedo. Ni vergüenza. Ni dolor. Solo poder. Una fuerza antigua, salvaje, que palpitaba con cada latido de su corazón. Era como si el mundo por fin reconociera su existencia. Como si por primera vez, respirara sin permiso. El tiempo pareció detenerse. Los gritos lejanos. El fuego, una sinfonía. Sus dedos ardían con luz propia. Miró sus manos: no eran llamas, pero vibraban, rodeadas de energía dorada. Sintió que algo dentro de ella se quebraba y, al mismo tiempo, se liberaba. Entonces oyó la voz. No una voz externa, sino una que hablaba desde lo más profundo de su mente. Antigua. Poderosa. **“Despierta, hija del fuego. El sello se ha roto.”** El mundo giró. El fuego la rodeó. Y luego... oscuridad. ... Rhea despertó entre cenizas. El aire estaba impregnado de humo, y todo a su alrededor era ruina. El salón había colapsado. Había cuerpos, algunos cubiertos por mantas improvisadas, otros irreconocibles. El cielo comenzaba a clarear, tiñendo de púrpura la destrucción. Un cuervo graznó desde lo alto de una viga caída. Rhea se incorporó con dificultad. Su cuerpo dolía, pero la marca en su espalda ahora solo palpitaba suavemente, como un corazón dormido. La energía que antes la había envuelto parecía haberse disipado, pero un rastro de calor permanecía en su pecho. A lo lejos, oyó pasos. —¡Por aquí! ¡La vimos aquí! El miedo regresó. No podía quedarse. No después de lo que había hecho. Sabía lo que harían con alguien como ella. Quemarla. Torturarla. Encadenarla. Corrió hacia el bosque de Andhal. Donde nadie osaba entrar. Donde ni los hombres ni los dioses tenían control. Corrió hasta que el mundo conocido quedó atrás. Hasta que solo quedaron árboles oscuros, ramas que susurraban su nombre y un destino que aún no comprendía. Había despertado. Y el mundo jamás volvería a ser el mismo. ... Avanzó entre los troncos como una sombra. El bosque la recibió sin juicio. Cada hoja crujía bajo sus pies descalzos, y la humedad se pegaba a su piel como una segunda capa. Una lechuza la observó desde lo alto de un roble, girando su cabeza en silencio. Por primera vez, Rhea no sintió miedo. Sentía algo distinto: pertenencia. Recordó las historias. De criaturas antiguas. De brujas y reyes caídos. De un templo perdido en el corazón del bosque donde el fuego eterno aún ardía, custodiado por espectros del pasado. Tal vez allí encontraría respuestas. Una raíz sobresaliente la hizo tropezar. Cayó de rodillas, jadeando. Sus manos tocaron tierra húmeda, y entonces, algo debajo vibró. Como si el bosque respirara con ella. Se incorporó lentamente y caminó hacia donde el aire parecía más cálido. Guiada por un instinto que no comprendía. Horas después, llegó a un claro. En el centro, una piedra circular, cubierta de musgo. En ella, grabados antiguos: runas que brillaban tenuemente cuando se acercó. Extendió la mano y la apoyó sobre la superficie. Una llamarada de luz la envolvió. Y una figura apareció ante ella. Una mujer alta, de piel oscura como la obsidiana y ojos como brasas. Su vestido era humo y ceniza. Sus labios se movieron sin emitir sonido, pero Rhea entendió cada palabra. —Has cruzado el umbral. Eres la última de la llama. La elegida. —¿Qué soy? —susurró Rhea. —Eres fuego. Sangre de reinas y bestias. Y el mundo te temerá, o se arrodillará. El viento se alzó, y la visión se desvaneció. Pero el calor en su pecho se hizo más fuerte. Rhea no entendía todo, pero sabía que su vida ya no le pertenecía. La marca era una herencia. Y el fuego, su destino.