Seis años después
El aeropuerto internacional era un hervidero de viajeros apresurados, idiomas entrelazados y ruedas de maletas zumbando sobre el suelo pulido. En medio de aquel caos perfectamente orquestado, una mujer destacaba inevitablemente. Amelia Navarro caminaba con una elegancia serena, nacida no de la sumisión, sino de una seguridad tallada a fuerza de heridas. Su porte era el de alguien que se había reconstruido sola, con las manos desnudas y la dignidad intacta. Vestía un traje pantalón blanco de corte impecable. Sus tacones repicaban con paso firme. En una mano llevaba un maletín ejecutivo; en la otra, la pequeña mano de un niño de cinco años, cuyo andar pausado y mirada inquisitiva irradiaban una inteligencia inusual. Teo, con su mochila de cohete y unas gafas de sol demasiado grandes para su rostro, observaba todo con atención quirúrgica. No preguntaba por capricho. Calculaba. Evaluaba. —Mami… ¿el auto que nos recoge tiene sistema de navegación satelital? —preguntó con tono serio, sin soltar su mano. —Sí, cariño. Tiene el mejor —respondió Amelia con una sonrisa que no era solo de madre, sino de una mujer que ya no tenía miedo de proteger lo suyo con uñas y dientes. Caminaron hacia la salida. Todo era nuevo. Fue un camino largo desde la noche en que creyó haberlo perdido todo. Pero no estaba sola. Nunca lo estuvo del todo. Y entonces ocurrió, escuchó una voz familiar, temblorosa. —¿Amelia? El nombre flotó en el aire como una implosión silenciosa. Amelia se detuvo, pero no se tensó. Giró el rostro con una calma medida. Se había preparado durante años para ese reencuentro pero jamás imaginó que sucediera tan pronto. Y allí estaba: Lisandro Elizalde. El hombre que había destrozado su alma y creído que podía seguir con la suya intacta. Vestía un traje oscuro, impecable como siempre. Seguía siendo atractivo, magnético. Pero al verla, su rostro se transformó. Sus ojos —esos mismos ojos que alguna vez supieron ser su cárcel— se agrandaron en incredulidad. Una emoción cruda, casi desesperada, lo invadió. Como si algo largamente perdido acabara de reaparecer... más hermoso, más lejano, y completamente fuera de su alcance. Y Lisandro bajó la cabeza y miró al niño que acompañaba a Amelia. Su mirada se quebró. La confusión se volvió miedo. El miedo, sospecha. Y tras la sospecha, un temblor visceral de furia. —Él… —su voz apenas era un murmullo—. ¿Él es…? Teo lo miró con la cabeza ligeramente inclinada, inquisitivo. Sus ojos ambarinos, grandes, brillaban con destellos dorados que evocaban los de Lisandro, pero no solo eso. Había en ellos un fulgor distinto, ajeno, imposible de identificar, como si también llevaran la huella de otro hombre. —Mamá —murmuró el niño, casi como si entregara un informe técnico—. Las pupilas del señor se dilataron un 37 %, su respiración se volvió irregular y su pulso en la muñeca es visible. Está emocionalmente descompensado. —Sí, mi amor —susurró Amelia, sin apartar la mirada de Lisandro—. Lo está. Lisandro dio un paso. Luego otro. Se detuvo. El parecido era una sombra. No era su copia. Pero había algo en ese niño que lo inquietaba hasta los huesos. Una familiaridad que se pegaba a la piel como sudor frío. —¿Por qué? —preguntó, con la voz apenas contenida—. ¿Por qué te fuiste así? ¿Por qué te lo llevaste sin decir nada? Amelia no respondió de inmediato. Lo miró. Sin odio. Sin temor. Solo con esa nueva paz que tanto le dolía a él. —¿Me preguntas por qué? —repitió en un susurro afilado—. Me dabas pastillas anticonceptivas a escondidas, Lisandro. Durante años fingiste darme vitaminas, mientras saboteabas mi cuerpo. ¿Y ahora vienes a hablarme de lo que mereces? Él palideció. El golpe no fue físico, pero lo sintió en el estómago. —Yo… solo te dije que no era el momento —musitó. —Y aun así lo hiciste —replicó ella, seca, feroz—. Solo que demasiado tarde. Hubo un segundo de silencio tenso. Un roce invisible entre lo que fue y lo que jamás volvería a ser. —¿Es mío? —insistió Lisandro, casi con desesperación—. Dímelo, Amelia. Ella lo miró largo rato. Su silencio fue peor que una bofetada. Y luego, con la voz más baja y firme que jamás había usado, dijo: —Teo es mi hijo y de nadie más —respondió sin dejar de mirarlo a los ojos. —¿Desde cuándo te interesan los hijos, cuando ni siquiera supiste cuidar a tu esposa? Lisandro se quedó sin palabras. Nada podía responder a eso. Amelia se inclinó hacia Teo. —Despídete, cariño. Teo lo observó con solemnidad. —Señor… según la neurociencia, la culpa es una emoción que aparece tarde. Pero una vez despierta, duele más que cualquier otra. Usted ya está en esa etapa. —Tomó con fuerza la mano de su madre. Lisandro se quedó con los labios separados impactado por las palabras de aquel niño, los siguió con la mirada, clavado en el suelo, tragando su propia impotencia. Los vio alejarse. Y no supo si el temblor que sentía era de ira, de remordimiento o de pérdida. Entonces distinguió: El logo de la mochila: ALIJG Él no sabía que significaba ni que la fundadora, directora y principal accionista de la Academia de Liderazgo e Innovación para Jóvenes Genios era Amelia Navarro su exesposa. Sacó el celular a toda prisa. Tomó una fotografía y luego hizo una llamada. —¡Quiero toda la información sobre esa academia! ¡Sobre Amelia Navarro y ese niño! ¡Ya! Mientras su voz se perdía en el bullicio, Amelia y Teo ya estaban dentro del auto negro que los esperaba. La puerta se cerró con un clic metálico, tajante. Inapelable. Amelia se acomodó en el asiento trasero. No miró hacia atrás. No valía la pena. El juego, al parecer, recién comenzaba. Pero esta vez, las reglas no las dictaba Lisandro Elizalde.