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Cap. 7: El señor del aeropuerto, ¿es mi papá?

El murmullo de la ciudad no llegaba a los pisos más altos de la Torre Balmaceda, donde el aire olía a éxito, y el silencio imponía más que cualquier palabra. 

Allí, tras un escritorio de acero pulido y pantallas interactivas, Iker Balmaceda repasaba la presentación de un prototipo con una ceja ligeramente arqueada, como si el mundo estuviera siempre obligado a impresionarlo.

—Mañana a las nueve tiene reunión con la directora de la Fundación ALIJG —informó su asistente personal, una mujer joven, discreta y eficiente.

Él no levantó la vista de la pantalla.

—¿Qué demonios es eso?

—Una organización dedicada al desarrollo infantil, con especial énfasis en niños con altas capacidades. Están interesados en asociarse con Balmaceda Robotics para programas de estimulación cognitiva a través de inteligencia artificial. Se envío la propuesta hace como un mes y recibimos respuesta hace dos semanas, quieren entrevistarse con usted. 

—Ah, cierto —masculló Iker, apoyándose contra el respaldo de la silla—. ¿Quién es la directora?

—La señora: Amelia Navarro —respondió ella, leyendo desde su tableta.

Él alzó la mirada, pensativo.

—Ese nombre me suena a una de esas damas filántropas aburridas. Viuda rica, sin hijos, sin nada mejor que hacer que jugar a salvar el mundo para deducir impuestos.

—No hay mucha información personal sobre ella, ni siquiera su imagen en la página de la fundación —añadió la asistente—. Pero su organización ha sido galardonada en varias ocasiones por sus programas de impacto social.

—Perfecto. Que preparen el dossier con cifras, no con sentimentalismos. Quiero saber si vale la pena el negocio o si solo buscan usar nuestro nombre para sus campañas.

La asistente asintió y salió con la eficiencia de quien sabe que no se discute con un Balmaceda.

Iker se quedó solo, de pie frente al ventanal, con las manos en los bolsillos del pantalón. El reflejo del cristal le devolvía una imagen que intimidaba tanto como fascinaba: alto, atlético, con facciones marcadas y elegancia sin esfuerzo. Su cabello castaño claro tenía una textura rebelde, con algunos mechones ondulados cayendo sobre la frente, y sus ojos, esos ojos ambarinos tan particulares, eran su firma más inconfundible.

Nadie lo sabía, pero esos mismos ojos brillaban también en el rostro de un niño que no había tenido el derecho de llevar su apellido, aún.

****

Lisandro Elizalde llevaba más de una hora encerrado en su oficina, caminando de un lado a otro como un depredador enjaulado. No dejaba de pensar en su encuentro con Amelia.

« No vengas después arrodillada a suplicarme» recordó sus palabras en esa última noche que la vio, y aunque esperó días, semanas, meses, ella jamás volvió. 

Y ahora después de tantos años, la había visto y no estaba sola. Ese niño de ojos ámbar y facciones suaves lo había desestabilizado más de lo que estaba dispuesto a admitir.

«¿Será mi hijo? ¡Tiene que serlo! ¡Amelia solo tenía ojos para mí!»

La pregunta lo devoraba. Se le había clavado en la sien con la precisión de un bisturí. Él, que siempre había controlado cada variable de su vida, ahora se encontraba al borde del abismo por una simple posibilidad.

Se dejó caer en la silla frente al computador. Tecleó con furia: Fundación ALIJG. Ignoró los videos institucionales, las fotos con niños sonrientes, los titulares de prensa internacional. De pronto en la sección de convocatorias estaba un anuncio que llamó su atención: 

Licitación abierta: Implementación de un sistema interactivo de diagnóstico temprano para niños con alta capacidad intelectual.

Tecnología de detección cognitiva. Exactamente lo que él y su empresa, Elizalde Tech Solutions, habían perfeccionado con años de investigación y millones en inversión. Su especialidad. Su terreno.

Sonrió con frialdad.

Amelia no tenía idea de que él seguía siendo un jugador de peso en el mundo de la innovación. Y ahora estaba a punto de irrumpir en su mundo, decidido a recuperarla. 

Se le ocurrió pensar en una propuesta que ella no pudiera rechazar. 

Marcó sin mirar la hora.

—Quiero un dossier técnico para un sistema de estimulación cognitiva basado en inteligencia artificial. Lo necesito listo en veinticuatro horas.

—¿Incluimos realidad aumentada? —preguntó su jefe de ingeniería.

—No. Solo detección predictiva. Sólido. Atractivo. Imposible de rechazar.

Colgó. No necesitaba explicaciones. Solo resultados.

Luego abrió una carpeta oculta, protegida por contraseña. Cientos de archivos. Fotos antiguas, instantes congelados de una historia que creía enterrada. En una de ellas, Amelia reía con la cabeza apoyada en su hombro con ese brillo en sus ojos azules, que él había fingido olvidar. 

—Vas a regresar a mi lado Amelia. Seremos la familia que soñaste. ¡Lo juro!

Lo que no imaginaba,  era que su jugada lo pondría cara a cara con el único hombre que podía arrebatarle todo.

El único que llevaba en la mirada ese mismo fuego ambarino.

****

—Mamá… ¡mira esto! —exclamó Teo, con los ojos iluminados por el reflejo de los rascacielos.

Amelia se acercó con una taza humeante entre las manos y lo abrazó por la espalda, apoyando el mentón sobre su cabeza.

—¿Te gusta? —susurró.

—Es perfecto —dijo él con un suspiro lleno de asombro y cálculo—. Estamos a más de ciento veinte metros de altura. Desde aquí puedo ver el río, tres puentes, y... ese domo blanco, debe ser un planetario, ¿cierto?

Amelia rió bajito. Su hijo siempre la sorprendía.

—Sí, es el planetario. Podemos ir un día, si quieres.

Teo giró apenas el rostro, aún absorto en el paisaje. El sol poniente bañaba los edificios de tonos dorados, pero lo que dijo a continuación borró cualquier atisbo de calma en el pecho de Amelia.

—Mamá… el señor del aeropuerto… el que te miró tanto… —guardó silencio unos segundos—. ¿Es mi papá?

Angellyna Merida

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