El cuerpo del hombre se tensó visiblemente. Pareció querer rechazarla, pero las lágrimas ardientes de Amelia, su aliento desesperado y su mirada rota lo paralizaron.
El beso de ella no tenía técnica. Solo eran mordiscos torpes, desesperados, húmedos de llanto y alcohol. No era una provocación sensual, era un grito desgarrador de auxilio. Un intento de olvidar. De arrancarse la piel. —¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó él con voz áspera, tomándola de los hombros, intentando poner un freno. Podía ver en sus ojos que no actuaba por deseo, sino por puro dolor. Por ruptura. Por rabia. —Lo sé… —susurró ella con una sonrisa triste, sus labios rozando los suyos—. Ya no lo quiero. Ya no quiero ser un trofeo. Quiero olvidar… Se acercó de nuevo, envolviéndolo con los brazos, su aliento caliente junto a su oído. —Llévame contigo… te lo ruego… Esa súplica, cargada de vulnerabilidad y un deseo desesperado de desaparecer del mundo, fue lo que quebró las últimas defensas del hombre. En silencio, rodeó su cuerpo tambaleante, sosteniéndola casi en vilo, y la llevó lejos del bar. **** El hotel de lujo, a unos pasos, parecía ya esperarlos. Él solo mostró su identificación y la recepcionista entregó la tarjeta de la suite sin comentarios, sin juicios. Como si ya supiera cómo terminaban las noches como esa. Una vez dentro, Amelia se dejó caer sobre la alfombra, lanzó los tacones, el vestido lo tenía subido hasta los muslos. Él intentó alzarla para llevarla a la cama, pero ella lo sujetó con fuerza de la camisa, como si fuese su única tabla de salvación. —Ayúdame… a olvidarlo… —murmuró, mientras sus dedos temblorosos abrían torpemente los botones de su camisa. Él no se movió al principio. La veía deshacerse frente a él, autodestruirse. Su cabello revuelto, el maquillaje corrido, el aroma a perfume caro mezclado con sudor, lágrimas y vino. Pero, aun así, era hermosa. El desconocido, de piel clara, cabello castaño claro, mandíbula marcada y un cuerpo musculoso y atlético, sucumbió al caos contenido en los ojos de ella. El último hilo de cordura se rompió cuando la vio desnudar su alma con el mismo ímpetu con el que se quitaba la ropa. La besó. No con lujuria, sino con una ternura inesperada. Sus labios tomaron los de ella con una caricia lenta, profunda. Amelia respondió con torpeza, con urgencia. Pero pronto el ritmo se volvió más salvaje, más apremiante. Se buscaban como dos cuerpos naufragando en la misma tormenta. La ropa cayó al suelo en desorden: su vestido desgarrado, la camisa de él arrugada, su ropa interior arrancada. Él la alzó en brazos, la llevó a la cama y la dejó caer sobre las sábanas blancas. La besó en el cuello, en los pechos, en el vientre, mientras sus dedos exploraban su interior empapado de deseo, rabia y necesidad. Amelia gemía con fuerza, sin miedo, jadeando con cada caricia como si nunca antes hubiera sentido algo igual. —Dios… —jadeó ella al sentirlo entrar en su cuerpo, profundo, firme, seguro. No era como con Lisandro. No había frialdad. No había control. Esto era otra cosa. Ese hombre no la poseía, la sostenía. Como si su cuerpo fuera el refugio donde ella pudiera desaparecer por una noche. El ritmo fue rudo al principio: embestidas profundas, labios chocando, manos recorriéndose con urgencia. Luego se volvió más lento, más íntimo. Él se giró con suavidad, dejándola encima. Ahora era Amelia quien lo cabalgaba con el rostro encendido, los cabellos revueltos y las lágrimas aún secas en sus mejillas. Ella se movía con desesperación, gimiendo su placer, entregada al fuego que consumía su cuerpo. Él la sujetaba de los muslos, guiándola, adorando cada sacudida, cada gemido, cada estremecimiento. Luego volvió a tomar el control, girándola nuevamente con delicadeza, atrapando sus muñecas sobre la almohada mientras se hundía otra vez dentro de ella. No era una simple noche de sexo. Era una catarsis. El orgasmo la atravesó como un relámpago, y gritó sin vergüenza, sintiendo su cuerpo temblar por dentro. Él se vino segundos después, jadeando contra su cuello, con el cuerpo tenso y el alma ardiendo. No dijeron nada. Solo respiraron. Solo sudaron. Solo se aferraron el uno al otro como si pudieran detener el tiempo. La noche fue larga. La luz del amanecer se filtró por las cortinas gruesas de la suite, proyectando líneas doradas sobre el desastre de ropa esparcida. Amelia abrió los ojos. La cabeza le latía, la boca estaba seca, el estómago revuelto. Parpadeó. El hombre estaba a su lado, dormido. La sábana lo cubría apenas, dejando al descubierto su torso firme, su rostro relajado. Y fue entonces cuando la culpa la golpeó como una bofetada. La discusión con Lisandro. El alcohol. El hombre desconocido. El sexo desesperado. ¡Dios mío! ¿Qué había hecho? Se sentó con torpeza, cubriéndose el pecho. Se sentía sucia, vacía, más sola que nunca. Cada músculo le dolía, pero lo peor era el peso en el pecho. El peso del remordimiento. No podía quedarse. No podía enfrentarlo. Se vistió en silencio, recogiendo su ropa arrugada, tratando de borrar cada huella de la noche que acababa de vivir. No dejó nota. No lo miró. Salió como un fantasma. Solo cuando estuvo en la calle, con el viento helado golpeándole el rostro, permitió que las lágrimas corrieran. Había perdido todo: su matrimonio, su dignidad… y ahora, también, el control sobre sí misma. Caminó sin rumbo fijo, con la mente aún revuelta por el encuentro con aquel desconocido, pero con una decisión firme latiéndole en el pecho. Ya no podía más. No quería más. Era hora de empezar de nuevo, lejos de todo. Mientras avanzaba por la acera con la mochila cruzada al cuerpo, una idea le atravesó como un rayo: el fideicomiso. Su madre, antes de morir, le había dejado un fondo que nunca tocó. Por respeto. Por miedo. Por orgullo. Pero ese dinero seguía ahí, esperándola. Y ahora, era su única salida. Se dirigió a la entidad bancaria, respiró hondo. Entró con paso inseguro, lucía desarreglada y agotada, pero sus ojos brillaban con una determinación nueva. —Buenos días… necesito hablar con un asesor sobre un fideicomiso a mi nombre —dijo, mostrando su cédula de identidad. La recepcionista, tras revisar sus datos, la condujo a una sala de espera. Minutos después, un ejecutivo la recibió en una oficina acristalada. —¿Usted es la señorita Amelia Navarro? —preguntó el asesor, revisando el sistema—. Sí, aquí está. Fideicomiso activado por su madre, Clara Valenzuela. Monto intacto. Amelia asintió, conteniendo la emoción. —Quiero activarlo. Y abrir una cuenta bancaria a mi nombre para transferir el monto completo. Hoy mismo. El trámite fue extenso. Firmó papeles, respondió preguntas de seguridad, y actualizó sus datos personales. El proceso tomó más de una hora, pero al salir, tenía en sus manos una nueva tarjeta de débito, un contrato firmado, y un saldo disponible suficiente para empezar de nuevo. Ya en la calle, con la tarjeta bien guardada, Amelia alzó la vista al cielo gris. —Gracias mamá —susurró sintiéndose menos sola. Con los datos en mano, se dirigió a una agencia de viajes. No pensaba quedarse una noche más en ese país. No tenía casa, ni amigos, ni refugio. Solo heridas. Y ahora, una oportunidad. —¿Cuál es el próximo vuelo internacional? —preguntó. La agente le ofreció opciones. Amelia no lo pensó demasiado. Escogió un destino al azar, uno donde nadie conociera su nombre, su historia, ni a Lisandro Elizalde. Pagó el pasaje, reservó un hotel sencillo para su primera noche allá y salió con el boleto digital en su celular. Todo estaba en marcha. Caminó hacia la terminal de buses que la llevaría al aeropuerto. Todavía no sabía qué haría después, pero después de mucho tiempo sintió que por fin tenía las riendas de su vida.