Início / Romance / Mamá ¿Quién de los dos es mi papá? / Cap. 4: ¿Te quedarías conmigo esta noche?
Cap. 4: ¿Te quedarías conmigo esta noche?

Las calles, a esas horas de la noche, se extendían desiertas, envueltas en un silencio sombrío que solo interrumpían el murmullo lejano de un motor y el zumbido de los faroles. La lluvia reciente había dejado un brillo húmedo sobre el asfalto, y las farolas proyectaban sombras alargadas, como si también lloraran con ella.

 

Amelia caminaba sin rumbo. No le quedaban familiares cercanos. A los amigos los había alejado uno a uno, por amor a un hombre que esa noche le había demostrado que jamás la amó. El mundo era tan vasto y, aun así, no existía un solo rincón que pudiera llamarse refugio.

 

Las palabras de Lisandro retumbaban en su cabeza con la violencia de una sentencia:

«Sin mí no eres nada…Regresarás arrodillada, suplicándome…»

 

Un nudo ardiente le subió desde el pecho hasta la garganta. Cinco años truncados. Un matrimonio construido sobre cimientos falsos. Un hombre al que entregó su vida y que no solo le negó amor, sino también la posibilidad de ser madre.

 

El vacío la devoraba. Tenía que apagar ese dolor, aunque fuera por un instante.

 

Entró a tropezones en un bar de luces rojizas y atmósfera densa. El bullicio, el humo, la música ensordecedora todo contrastaba con el abismo que arrastraba por dentro. Pero necesitaba esconderse entre la multitud, volverse invisible, perderse.

 

Se dejó caer en el extremo de la barra, apoyó los codos con torpeza y alzó la mano.

 

—Lo más fuerte que tengas —susurró al bar tender con la voz hecha trizas.

 

Y bebió. Tequila, vodka, whisky… todo ardía, pero no más que sus entrañas. Buscaba anestesia en cada trago, hasta que la vista se le nubló, el cuerpo le pesaba y el alma le sangraba más que nunca.

 

Apoyó la frente sobre la barra helada y sus lágrimas se mezclaron con el alcohol derramado.

 

Recordó la primera vez que vio a Lisandro, la ternura fingida, las promesas que nunca pensó cumplir, su abrazo cada vez que ella le hablaba de hijos, todo había sido un engaño cuidadosamente orquestado.

 

—Señorita… beber sola es peligroso —musitó una voz sensual y masculina a su lado.

 

Ella agitó la mano sin levantar la cabeza.

 

—Déjame en paz…

 

Se sentía patética. Una muñeca rota. Un chiste cruel del destino.

 

«¿Eso pensaba él de ella? ¿Que no podría vivir sin su sombra?»

 

Y entonces, en el borde del desmayo, una voz distinta a todas las demás rompió la bruma de su mente.

 

—¿Estás bien? ¿Quieres que te lleve a casa?

 

Era una voz grave, cálida, con una serenidad que desentonaba con el caos del lugar. No tenía esa arrogancia venenosa que conocía tan bien. Era protección envuelta en palabras.

 

Amelia alzó el rostro con lentitud. La visión le fallaba, pero distinguió unos ojos ambarinos, rasgos definidos y una elegancia extraña para ese entorno. Por un instante, bajo las luces danzantes, creyó ver a Lisandro pero había algo diferente.

 

Su mirada. No era la de un hombre que juzgaba. Era la de alguien que comprendía.

 

Y esa diferencia le atravesó la razón.

 

Entre el alcohol, el dolor y la rabia, lo miró como si él fuera su última oportunidad de escapar o de arrastrar a otro al infierno con ella.

 

—¿A casa? —balbuceó, con una sonrisa rota—. No tengo casa… él me la quitó como todo lo demás.

 

—¿Él? —inquirió el desconocido, inclinándose apenas.

 

Amelia lo ignoró. Estiró una mano temblorosa y le rozó la mandíbula.

 

—Te pareces a él, pero no eres igual —susurró—. Él tenía la mirada vacía, tú,  tú me miras como si sintieras…

 

El hombre parpadeó, conteniendo algo. Pudo haberse apartado, pero no lo hizo.

 

Ella se inclinó, como quien cae sin red. Se aferró a su camisa, a su calor, a esa presencia que, por un instante, le pareció salvación.

 

—Me preguntaste si estoy bien… —jadeó con un suspiro tembloroso—. No lo estoy… ¿Te quedarás conmigo esta noche?

 

La voz se quebró en la última palabra. No era una invitación. Era una súplica.

 

Y él no respondió con frases vacías.

 

Le acarició el rostro con el dorso de los dedos, apartando un mechón húmedo de su mejilla. No hubo deseo urgente en ese gesto, sino algo más devastador: Ternura.

 Y ella, rota, borracha, desbordada… se aferró a él y lo besó.

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