El club Cross no olía a humo ni a vino, sino a poder. Un perfume invisible, pesado, que se pegaba a la piel y hacía que hasta el aire pareciera tener dueño. Las lámparas de cristal bañaban el salón principal en una luz dorada que no lograba suavizar la oscuridad de las miradas. Cada carcajada sonaba ensayada, cada apretón de manos era una jugada. Todo parecía una de teatro ensayada.
Blair se detuvo en la entrada unos segundos, ajustando la caída de su abrigo negro. Respiró hondo, lo suficiente para dominar el temblor que amenazaba con traicionarla. Había estado en incendios, en medio del caos, rodeada de llamas y humo, pero jamás había sentido tanto peligro como entre esas paredes cubiertas de mármol y dinero sucio. Ella estaba segura de que en ese mundo se movían negocios ilícito. Aunque la pantalla fuera totalmente otra.
—Son solo hombres —se dijo mentalmente tratando de mantener la calma para no levantar sospechas—. Hombres que se creen dioses.
Sus pasos resonaron con un eco elegan