El aire del pasadizo olía a metal y humedad. Blair descendía por una escalera estrecha, con los dedos rozando la pared rugosa para no perder el equilibrio. Cada paso resonaba demasiado fuerte, como si el concreto amplificara el miedo.
No podía correr. No podía hacer ruido. No podía pensar demasiado.
A lo lejos, escuchó el eco de las voces. Órdenes secas. Zapatos que golpeaban el suelo con precisión militar.
Balmaseda ya había desplegado a sus hombres.
La puerta inferior del pasillo conducía a la zona de mantenimiento, justo detrás de la cocina. Recordó el plano que había memorizado la noche anterior: dos salidas de emergencia, una junto al estacionamiento y otra, menos visible, detrás de la bodega de vinos.
Tenía que llegar a esa más pronto posible.
El sonido de una radio se encendió justo encima.
—Negativo, segundo piso despejado. Verificamos el área de archivo.
—Busquen también en la planta baja —respondió la voz de Balmaseda—. Nadie abandona el edificio sin que yo lo autori