El sótano de la mansión estaba sumido en penumbras, iluminado solo por una bombilla desnuda que parpadeaba como si se resistiera a morir. El olor a humedad se mezclaba con el hedor metálico de la sangre seca.
Otto estaba encadenado a una silla de hierro. La piel de sus muñecas estaba desgarrada y sus ojos tan rojos como desorbitados que delataban el miedo que intentaba ocultar bajo una máscara rota de soberbia.
Eiríkr Jackson, con la camisa arremangada y los tatuajes vibrando sobre su piel tensa, se plantó frente a él como un juez implacable.
—¿Te suena, Otto? —preguntó con voz grave mientras dejaba caer unos guantes de cuero sobre la mesa metálica—. Cada lágrima de mi mujer… cada humillación a mi hija… hoy te las voy a cobrar con intereses.
Sin esperar respuesta, Eiríkr lo tomó del cabello y le estampó el rostro contra la mesa. La sangre brotó de inmediato, tiñendo de rojo toda la superficie metálica
—¡Así lloraba Deneb cuando la llamaste obesa y deforme! —rugió, y el siguiente golpe