꧁ ISABEL ꧂
La habitación olía a flores: alguien había llenado la habitación de ramos—rosas pálidas, peonías blancas, un ramo de freesias que desprendía un perfume limpio y tierno—y ese olor me envolvió como una promesa. La luz de la tarde atravesaba las cortinas y dibujaba franjas de claridad sobre la cunita de hospital donde mi hija dormitaba, minúscula y perfecta, envuelta en una manta color rosa pastel.
Tenía la piel como de porcelana nueva, los labios diminutos, la nariz de mi madre en miniatura y unos ojos que eran de un color tan claro, con vetas que recordaban al mar en un día frío, que en seguida pensé en Alejandro. No lo quise admitir ni en voz baja; no era tiempo de confesiones. Sin embargo, mi memoria lo trazó como un mapa: esos ojos venían de algún lugar y ese lugar tenía un nombre que me dolía.
—¿Qué le vamos a poner? —preguntó Sharon con una voz que mezcló emoción y prudencia; sostenía una pequeña batita entre las manos, como si fuera una reliquia.
En medio de todo el aje