En un hospital modesto de Queens y en el quirófano de un centro privado a las afueras de Madrid, hombres y mujeres aguardaban con la respiración contenida el mismo milagro en distinto idioma y en circunstancias antónimas. Lo que en un lugar era temor y alarma, en el otro era felicidad y alivio. En el mismo instante, uno bajo el sol que acababa de despertar y otro bajo una bella luna plateada, todo se resolvió en paralelo: una cesárea de emergencia y un parto hermoso que llegó en el momento que debía suceder.
El quirófano del Hospital del Tajo, a unos 30 minutos de la finca, olía a antiséptico y a miedo. Las luces circulares cribaban el metal y las manos; el equipo de anestesia, ordenado y frío, parecía dispuesto a cualquier desafío. Valentina había entrado al hospital con la cara pálida, el vestido manchado de sangre y los ojos desbordados por el terror. Ahora estaba sedada sobre la mesa de operaciones. Los monitores subían y bajaban como un pulso que se le escapaba a la razón: presió