꧁ ISABEL ꧂
La habitación olía a flores y a hospital, una mezcla extraña que se me pegaba a la piel. Las cortinas se movían, dejando entrar una luz lánguida que dibujaba franjas doradas sobre la cuna, sobre la mesa con ramos que alguien había traído; las peonías dejaban en el aire un perfume denso, casi maternal, y todo ese aroma parecía envolver a Luna como un halo tibio. Ella dormía, pequeñísima y caliente, con la cabeza apoyada en mi clavícula; su respiración era un rumor bueno que yo escuchaba con la solemnidad de quien escucha una plegaria.
Estaba sentada sobre el cómodo sofa de la habitación, cuando la puerta se abrió con una suavidad que no exigía permiso y entró un hombre alto, de esos que ocupan el espacio sin pedirlo: la espalda ancha, la americana ceñida por los hombros, la corbata colocada con la indiferencia elegante de quien siempre ha sabido cómo debe quedar; el pelo, una abundante cabellera rubia salpicada de hilos más claros, parecía haber sido peinada con un movimiento