Alejandro entró cargando a Valentina entre los brazos, con los nervios tensos y la mandíbula apretada. La camilla apareció de inmediato, empujada por una enfermera que lo miró con la urgencia de quien ya entiende que hay vidas en juego.
—Tiene seis meses de embarazo —dijo Alejandro con la voz ronca, casi sin aire—. Está sangrando, mucho.
Valentina gemía, doblada sobre sí misma, las manos apretando su vientre como si intentara sujetar el hilo invisible que la unía a su hijo. La trasladaron a toda prisa por un pasillo angosto, mientras los monitores, las órdenes y el olor a desinfectante llenaban el aire. El sonido de su respiración cortada le retumbó a Alejandro en el pecho.
—Por favor, que alguien haga algo —dijo, casi a gritos, con los ojos inyectados—. ¡Hagan algo!
La doctora de guardia, una mujer de rostro firme y ojos serenos, ordenó preparar la sala de ecografía de emergencia. Los asistentes corrieron, moviendo la camilla con precisión militar. Alejandro quiso entrar con ellos, p