La casa se había quedado con una respiración contenida, como si todos los muebles y los cuadros supieran que algo había cambiado y prefirieran no hablar de ello. Después de la partida de Hugo la finca había intentado recomponer su rutina; los platos se habían retirado, las luces se habían atenuado y cada cual, a su manera, se había recluido en su cuarto como si no hubiera pasado nada. Pero la normalidad era solo una cortina; detrás de ella bullía una tensión que no permitía dormir tranquilo.
Isabel, desde su habitación, no había podido pegar ojo. La tarde le había dejado un frío en la garganta que la noche no había sabido derretir. Se había acostado, sí, había cerrado los ojos, pero los pensamientos le habían hecho guardia: la imagen del coche que se alejaba, la promesa de Hugo, la sensación de que cada esquina de la casa la miraba con juicio. A cada movimiento de su vientre respondía con una mezcla de miedo y ternura: esa vida que llevaba dentro de ella era a la vez su ancla y su raz