La casa había intentado aparentar la normalidad con la misma obstinación con la que un herido intenta enderezarse tras una caída: las mesas se habían tendido, las flores cambiadas por otras mas coloridas, y en la cocina el ritmo habitual de las bandejas y las voces amortiguadas intentaba disipar la bruma que había dejado el luto.
Almorzaron en el comedor principal. Una fuente con carrilleras humeantes, bandejas de verduras al horno, un pescado entero colocado con solemnidad, y una tarta de queso que nadie tocó. Hugo, Alejandro, Isabel y Valentina se sentaron como si la geografía de la casa determinara sus posiciones: Alejandro en la cabecera, con la compostura de siempre; Valentina dos puestos a su lado, impecable; Hugo junto a la ventana que miraba al jardín; Isabel en la orilla opuesta, con la espalda encorvada por el cansancio y las manos tímidas sobre el mantel.
El silencio fue una presencia más en la mesa. No hubo elogios forzados ni pequeños comentarios para despistar —solo el s